La paciencia y los canallas

Volví de Olavarría a las 23.00 hs de ayer. Tras 11 horas de ruta. En muchos tramos, a paso de hombre. Siento una profunda angustia. Por eso quiero contarles.

Por Andrea Vázquez*

Volví de Olavarría a las 23.00 hs de ayer. Tras 11 horas de ruta. En muchos tramos, a paso de hombre.
Siento una profunda angustia. Por eso quiero contarles.

Tengo 44 años. Soy docente, psicóloga, trabajadora, madre. Escuché al Indio por primera vez en el año 1989. En Halley. Un boliche que muchos -de mi edad- recordarán. Fue amor a primera escucha.
En estos 28 años me han sucedido decenas de cosas. Muchas han cambiado mis pareceres y sentires. Escuchar al Indio forma parte de lo que permanece.

Estuve dentro de Obras la noche que mataron a Walter Bulacio y hoy, paradójicamente, trabajo en un programa que orienta a Victimas de Violencia Policial del Ministerio Público Fiscal.

Volví de Olavarría sin la dulce sensación de la fiesta que deja cada show. Cada show del Indio. Es su música, sus letras, su posición ante el sufrimiento del otro y ante su propio sufrimiento. El tipo que supo nombrar como desangelados a los que muchos se resisten a ver. Que le habla a los miserables que se sublevan ante un evento popular. Ante la música de un pensador de las revoluciones sociales, de las banderas rojas y negras, de las caravanas y los rocanroles. No es el paladín de los marginados, es un representante popular de un pensamiento que celebra que cientos de pibes conozcan la historia de la masacre en el Pabellón 7 de la Unidad Penitenciaria de Villa Devoto. Más muertos inocentes de la historia….

Volví de Olavarría con la angustia de pensar en las familias de esos dos jóvenes muertos. Y en la angustia de pensar en Carlos Alberto «Indio» Solari. Qué pena siento por él. Pocas personas han cuidado tanto a su público a lo largo de estos años.
«Solos y de noche» rezaba una vieja frase para entendidos ricoteros.
«Solos y de noche» nos dejaron cruzando un parque a oscuras, embarrados hasta los dientes, sin acceso a los baños, sin ningún tipo de señal para establecer comunicaciones. Pero con tres ventanas de tickets para la venta de cerveza en vaso plástico de medio litro. Canallas.

Si fuera creyente diría que nunca debimos haber vuelto al lugar en que nunca estuvimos. Olavarría estaba agrietada. Vecinos con ventanas abiertas, música y -cual cooperativa vecinal- venta de insumos para el ricotero: bebidas, panchos, choris. Y también estaban los vecinos amurallados. Ventanas tapiadas. Con papeles y maderas. Rejas improvisadas. No comparto su odio. Se que existen y celebran con las comisuras rígidas que los vándalos hayan mostrado ser vándalos.
Siento una profunda tristeza por esas familias que perdieron a sus seres queridos, a los que los encontraron lastimados o a los que aún no los encontraron. Pero me resisto a formar parte de esta canallada. Horas de pensamiento sin contenido, hipótesis sin fundamentos y un profundo desconocimiento por lo que supone haber estado -al menos una vez- en un show del Indio. Canallas.

De verdad 7 muertos? 12 muertos? Estallaron los celulares de todos los que estábamos allá. Amigos y familiares preguntando: ¿estás bien?. Las canalladas deberían pagarse. No pueden ser gratuitas. No es justa su impunidad.

De verdad insisten en definir al «ricotero» como un joven drogado y desenfrenado? Qué hipócritas!!
Cientos de miles de hombres y mujeres, trabajadorxs, profesionales, solos o en pareja. Con hijos y con amigxs. Comiendo asado, jugando un picadito en cercanías del arroyo. Alegres. Viajar a ver al Indio es sentir alegría. Cruzarse con otros desconocidos y sonreír. Sacarle fotos a banderas y personas anónimas que sonríen y alzan los brazos. Muestran sus risas. Saludan en V. Vamos en busca de la alegría que produce «estar ahí». Estar ahí con otros, con los propios, con los parecidos y con los diferentes. Somos todos Redonditos, Redonditos de Ricota….

Volví de Olavarría con un sentimiento novedoso. Por primera vez en mi vida temí quedar atrapada entre miles de personas. La entrada fue simple, miles de caminantes que ingresábamos a diferentes horas a partir del momento en que se abrieron las puertas. La salida era una trampa. Pudo haber ocurrido una tragedia. Nadie había retirado los vallados. No había personal que orientara hacia donde caminar. Las miles de personas pujaban por avanzar pero nos topábamos con maderas y hierros. Calles angostas inundadas de personas cual marea humana. Una calma que pudo haberse cortado con una chispa. Y arder. Hoy lamentaríamos más de lo que lamentamos.

Renuncien a su impunidad. Canallas! Hablen, estudien, sean decodificadores sociales de las tramas de engaño y violencia social. O cállense. Lacan lo señalaba con agudeza ya en 1953 cuando dijo que: “Mejor pues que renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época». Pues ¿cómo podría hacer de su ser el eje de tantas vidas aquel que no supiese nada de la dialéctica que lo lanza con esas vidas en un movimiento simbólico?”

Canallas. Nos quieren pacientes. Pero me resisto.

* Docente. Psicóloga del programa de orientación a las Victimas de Violencia Policial del Ministerio Público Fiscal.

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