Trump, entre la impostura o patear el tablero

El gobierno estadounidense asume abiertamente su disconformidad con las reglas comerciales que su país vino construyendo e imponiendo durante décadas. Ya sea por aviones o por microchips, EE.UU. intenta limitar el desarrollo e ingreso de competencia externa a sus empresas. Lo hará por dentro de la OMC si puede. Pero con China parece que se le escapó la tortuga.

Por Nicolás Deza

Unos días antes de dejar la presidencia estadounidense, Barack Obama recibió del Consejo Presidencial de Asesores en Ciencia y Tecnología un reporte sobre la industria de semiconductores (el material base para producir microchips) en el que se advierte de la “amenaza” que representan los subsidios en la política industrial de China. El diagnóstico es técnico y político: EE.UU. necesita innovar para mantenerse en la delantera tecnológica y para lograrlo debe revisar tanto el rol del Estado como las políticas específicas hacia China.

Unos meses después, la administración de Donald Trump tomó nota y habilitó al Representante Comercial, Robert Lighthizer, a invocar la sección 301 de la Ley de Comercio para iniciar una investigación que determine si China está violando leyes de comercio internacional mediante el “robo de propiedad intelectual”. En caso de ser así, el gobierno queda habilitado a imponer aranceles e incluso prohibir el ingreso de productos y servicios de ese país.

Las sanciones contempladas en la 301 son consideradas en el comercio internacional como una “línea roja”; no fueron utilizadas por lo menos desde la entrada en vigencia de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 1994. La creación de ese ámbito multilateral para el arreglo de disputas comerciales entre sus 164 Estados miembros puso fin al abuso estadounidense de esa herramienta comercial unilateral, aunque eso no le impidió ejecutar otros tipos de medidas proteccionistas de su mercado interno.

Pero la OMC hoy no tiene muchos amigos en la primera línea gubernamental. Trump se encargó de dejarlo en claro hace unos días en la cumbre anual de APEC, en la que acusó directamente a la OMC de tener un trato injusto con EE.UU.  Desde la presidencia de Obama que su país viene bloqueando el nombramiento de nuevos magistrados en el cuerpo judicial de la organización, lo que está a punto de dejarla en una parálisis judicial real: no podrá resolver ninguna disputa comercial entre Estados que surja en el futuro.

La continuidad y agravamiento de esa situación entre dos administraciones tan distintas configura una señal hacia el extranjero imposible de pasar por alto: EE.UU. está cuestionando los fallos que no lo benefician y, por extensión, la institucionalidad misma de la organización. La pregunta es si existe el consenso interno en EE. UU. para dar un paso más. Con la 301 resucitada (y encima apuntando a China), Trump hace pensar que lo suyo no es la típica impostura republicana y proteccionista.

Es de manual: EE.UU. acompaña la defensa e impulso del libre comercio pero con el dedo puesto en distintos gatillos. El presidente Reagan fue un campeón en ese sentido: el abuso de la 301 en los años 80 fue instrumental en la generación de las condiciones necesarias para la creación de la OMC, organización que no fue otra cosa más que el medio para imponer malos acuerdos comerciales que limitan la soberanía económica de los países, fundamento indispensable en cualquier proyecto de independencia económica y social.

El problema es cuando EE. UU. le quiere “patear la escalera” a países que no son pobres. Ese es el centro del cuestionamiento de Canadá a su vecino por haber aplicado un arancel sobre la importación de los aviones civiles de la canadiense Bombardier. El Departamento de Comercio le dio la razón a Boeing de que Canadá violó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) por subsidiar el desarrollo de la Serie C de Bombardier.

Ya sea por aviones o por microchips, EE.UU. intenta limitar el desarrollo e ingreso de competencia externa a sus empresas. Lo hará por dentro de la OMC si puede. Pero con China parece que se le escapó la tortuga: se volvió un rival con una escala económica impensable 15 años atrás y con una diplomacia (apalancada en inversiones) difícil de sortear. EE. UU. y la Unión Europea se niegan a otorgarle a China el estatuto de “economía de mercado”: advierten que la línea divisoria entre empresas públicas y privadas chinas es difusa, dada la falta de información pública sobre subsidios estatales en distintos rubros.

En el gobierno algunos piensan que llegó la hora de patear el tablero; no es posible limitar el desarrollo chino con las reglas vigentes. Ese pensamiento le costó el puesto al estratega presidencial Steven Bannon, aunque ese es el espíritu que gobierna las actuales pseudo negociaciones con México y Canadá por el TLCAN. Otros creen que el país no gana nada con eso y que dificultará aún más la agenda de apertura de nuevos mercados para sus productos y servicios. Mientras tanto, en el mundo corporativo empiezan a dudar de la agenda presidencial y presionan contra propuestas como el impuesto sobre la transferencia de ganancias al extranjero.

En líneas generales, la agenda de liberalización comercial y de dependencia estructural continúa avanzando en los márgenes de la OMC (tal es el caso de las negociaciones entre el Mercosur y la Unión Europea). Pero el obstáculo que esos acuerdos fragmentados encuentran para transformarse en un gran acuerdo al interior del organismo proviene ahora del centro mismo del capitalismo. Las alternativas políticas al neoliberalismo necesitarán explorar con inteligencia las posibilidades que esa contradicción abre para recuperar la soberanía económica de sus países.

 

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